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La expansiva realidad

por Jorge F. Hernández

Es probable que la explosión original haya convertido las formas en alargados brazos y piernas de figuras congeladas y que la fusión de todos los colores haya iluminado la galaxia con el callado sonido de una luz estridente. En silencio, los siglos han tatuado con el paso del tiempo la memoria intacta de ese instante y dicen algunos que se llega a ver en las delicadas alas de ciertas mariposas o en el fondo del ojo lloroso de una jirafa en la noche; en estas salas se revela que todo eso también quedó grabado en el alma de Knut Pani.

            Quien recorre aquí la vista abre las hojas concéntricas de un biombo infinito, un paisaje emocional que va del color al blanco y negro, de la forma frágil de la escultura inapelable al juego de espejos de una retina que se desdobla con reproducciones de eclosión, implosión y por eso se conoce que la realidad es expansiva. Sobre la tela de la memoria la reunión de todos los colores parece incendiar incluso el origen de la vida, el momento en que todo se convierte en agua y de allí, palabra.

            Pani ha logrado compartir la ventana que abre él mismo al pretérito y al mismo tiempo la delicada gasa que separa este instante del futuro que veremos en la mejor dimensión posible, la que se aparece en sueños y se vuelve caleidoscopio cuando los niños cierran los ojos en verano y ven millones de cristales de colores danzando sobre los párpados de un paisaje acaramelado donde corren las formas alargadas de los insectos gigantes y las sombras de las manos que juegan con sus dedos enredados frente a la luz.

             Es el teatro de las manchas que quedan grabadas sobre la arena en las tardes de sangre y sol o las marcas que dejan en las cercas los lobos y coyotes que deambulan la madrugada. Es el registro de una taquicardia en el instante del último beso y la prueba psicológica de una mancha de tinta que parece un calamar encendido sobre las piernas de una figura de hierro fundido; es el sudor sobre la camiseta de una joven que lleva toda la tarde llorando y es el mismo llanto que se dibuja en colores en las pupilas blanquecinas de una anciana desmemoriada. Son frutas de sabores desconocidos y pequeñas cartografías de las silabas secretas con las que alguien intentó narrar la vorágine del comienzo, el esfuerzo atómico de hilar en gases impalpables todo lo que quedaba de las estrellas más lejanas, las que se pulverizaron en una galaxia para que de una rara manera llegue la inspiración concentrada de Knut Pani y lo traduzca en la perfecta partitura que transmite a través de las yemas de sus dedos.

          Lo he visto caminando con la cabellera al vuelo y la sonrisa que se le empieza a dibujar desde los ojos. Lo he visto callado, escuchando la sinfonía de un silencio que él mismo se inventó de sobremesa y lo he visto al filo de una risa donde parece que confirma el sortilegio: Pani lleva en los dedos y en la sensibilidad –en la mirada y en el gesto– la biografía de los colores y la microhistoria de la forma fundida. Se trata de un libro invisible que él ha vuelto legible y palpable; un ensayo de palabras impronunciables que sólo pueden murmurarse en la fusión del color, en el asombro por la escultura como agua negra petrificada y vertical, caprichosa en sus ramas como dedos y con evocaciones absolutamente sensuales para el recuerdo de la retina. Pani ha convertido en colores los poemas inéditos del más lejano tiempo del silencio y ha confeccionado pequeños relatos en sus esculturas que son quizá historias que narraban entre ellas las partículas de la primera insonora explosión que nos condenó a todos, expulsados del Paraíso, a convertirnos en habitantes eternos de una realidad expansiva.

 

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